sábado, 28 de agosto de 2010

Miedos














Ahí estaba yo, acostada boca arriba, mirando la luz tenue del techo, esperando ansiosa que empezara mi sesión de masaje relajante que estaba a punto de recibir. Después de todo me lo merecía, lo necesitaba, había pasado días difíciles, de angustia, trabajo y preocupaciones y siendo mi cumpleaños, lo mejor que podía darle a mi cuerpo eran unos minutos de relax sin imaginarme que más que eso, sería como una revelación.
Ni siquiera al salir de ahí podía recordar en qué posición me encontraba acostada como para que al entrar la masajista y verme me dijera “Eres una persona que vive con miedos, y no a lo que has vivido sino a lo que escuchas de otros, a lo que te imaginas, a lo que crees que puede pasar”.
Vaya, que en una sociedad como la que estamos viviendo actualmente y siendo madre de familia, que alguien te diga que eres una persona con miedos puede parecer lo más común y normal, pero yo de inmediato me di cuenta que la palabra miedo estaba tan encajada en mi como la palabra sensible.
“Eres una persona muy sensible, pero eso es un regalo de Dios, yo te puedo quitar tus miedos pero tu sensibilidad nunca porque es un don que Dios te dio”… ¿sensible? Tan sensible que en ese mismo momento casi me pongo a llorar al escuchar lo que una mujer desconocida que solo mirando mi cuerpo y mis ojos se atrevía a decirme previo al masaje.
Y después empezó la tortura, si la tortura, porque mi imaginado masaje de relajación resulto muy diferente al que uno suele recibir frente al mar cuando estas de vacaciones. Mi masaje se trataba de sacar mis miedos y mis tensiones, y eso puede resultar más doloroso de lo que cualquiera se pueda imaginar, y es que mi cuerpo era como esas bolas gigantes de estambre que cuando no las desenrollas con cuidado se van llenando de nudos que luego hay que ir deshaciendo uno por uno y que en el peor de los casos resulta más fácil cortar con algunas tijeras, pero en mi cuerpo era necesario deshacer los nudos, no había manera de cortar.
Y en medio de mi dolor, no dejaba de pensar en “mis miedos” y me daba cuenta de lo antiguo que ellos eran, de los años que llevo acumulándolos y de cómo la palabra dolor va relacionada a ellos, y sumando el miedo y el dolor con la sensibilidad, fue un gran milagro que no saliera llorando de esa habitación.
Al final, y recapitulando todo después de un mes de distancia, me pregunto si tal vez la masajista no se equivocó, y me quito más bien algo de sensibilidad en lugar del miedo, o si ya es una condición social, cultural y de género vivir así.

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